Por Hugo Lira Ramos
Cada cierto tiempo la adormecida narrativa de la muerte nos despierta con brusquedad y nos recuerda lo esencial, aquello que nos detiene y le da sentido a la vida. Entonces, nos sentamos a dialogar con nosotros mismos, liberándonos de la esclavitud de los pensamientos enfermizos y prestando más atención a los que nos generan felicidad.
Por tal motivo, no queremos dejar pasar nuestra vida por delante sin que seamos conscientes de ella, echando un vistazo, aunque sea de manera breve, a aquella paz interna y escondida que se encuentra detrás del ruido de lo fugaz, el agotamiento y la dispersión, sanando los trozos desencantados en el núcleo positivo de nuestro ser.
Cuando despertamos con conciencia a lo dulce y lo amargo de vivir, sin juzgarlo, nos conectamos con la belleza del presente para ver, oír, oler y saborear cada instante, prestando atención a la experiencia de existir. A partir de ello nos hacemos presentes en nuestras propias vidas, sintiendo a paso lento la realidad vivida y haciéndonos responsables de nosotros mismos.
En ocasiones nos ahogamos en un mar de preocupaciones que nos hacen navegar sin rumbo, pero cuando descubrimos lo bueno que hay en nuestro interior nos damos cuenta que somos competentes para surfear las olas turbulentas y dignos de respeto, con la conciencia de que podemos llegar con éxito al puerto que nos mueve, orientados por la brújula del presente y el potencial humano que nos da vida.
Por consiguiente, la vida cobra sentido cuando vivimos con mayúscula cada minuto en conciencia, trascendiendo la vida interior por medio de conversaciones infinitas con quienes amamos, deteniendo con esto la competencia depredadora y los egos inflados, para convertirnos en emisarios de la esperanza, despertando las ansias de un nuevo amanecer y generando destinos promisorios en una vida que espera mucho de nosotros (as).
En ese momento la didáctica de la vida torna la existencia novedosa, renunciando a la rutina para no vivir en permanente agonía, como sin nos faltara el oxígeno, pues necesitamos fluir en aquello que somos buenos, en lo gratificante que nos congela el tiempo en este breve viaje por la vida, sin autosabotearnos con sufrimientos inútiles.
Y cuando llegue el día de nuestra muerte, será una vida concluida sin afectos pendientes ni resentimientos venenosos, con aquellas huellas que los ojos de amor sabrán reconocer y conservar en ese lado del corazón que da paz y humanidad.